No te engañes. Tu hijo no es más inteligente por sacar un 10 en el examen

«Mi hija va bien en el colegio, saca ochos y nueves». Así, de ésta explícita manera, me explicaba el otro día una madre lo bien que su hija iba en el colegio. Ésta misma frase, con variabilidad de resultados, es como los adultos catalogamos el aprendizaje escolar. Así lo hacían nuestros abuelos, nuestros padres, y lo peor de todo, así lo continuamos haciendo nosotros.

Los adultos sabemos que no es así, que la comprensión, y menos aún la inteligencia, no se identifica con un número del 1 al 10. Los adultos nos autoengañamos, y peor aún, engañamos a los niños. Pero ahí seguimos, reproduciendo modelos fracasados. Y todo, por no salir de la famosa “zona de confort”. Haciendo lo mismo de siempre, pretendemos obtener resultados diferentes. Así somos.

La escuela tradicional está estructurada de ésta manera. No hay tiempo para dedicarle a los niños individualmente y acabamos señalándolos con un número y un daño colateral que el niño llevará en sus espaldas el resto de su vida. Conozco a muchas personas que la escuela no ha sabido identificar sus fortalezas de niños, y que ya de adultos, han desempeñado labores profesionales realmente exitosas. Personas muy válidas en su actual desempeño laboral que, a pesar de los años y de su éxito actual, continúan y continuarán llevando el cartel de malos estudiantes. Una gran injusticia social.

Nuestra educación es bulímica, no importa lo aprendido sino lo memorizado. Acumulamos textos a través de la memorización y luego los vomitamos en un papel. Nadie le va a preguntar al niño si ha aprendido de verdad, si lo ha interiorizado, si ha disfrutado aprendiendo o, simplemente, si ha aprendido algo. No, nada de eso importa. Lo único que le vamos a valorar es que su texto escrito se parezca lo máximo posible al texto donde lo leyó y memorizó, nada más. Una actitud simple, vulgar y miserable por parte del adulto. Al que mejor memoriza, el sistema escolar y la sociedad lo cataloga de “inteligente”; al que necesita comprender o investigar más sobre el contenido, como “no hay tiempo”, el sistema escolar lo aparta y lo etiqueta de inepto para los estudios, y lo que es peor, inepto para el aprendizaje. Sí, es injusto, una auténtica aberración. Lo peor de todo, que lo sabemos, pero seguimos reproduciendo el modelo a pesar de todo.

El conocimiento es una cosa, y la inteligencia otra muy distinta. Nuestro sistema educativo se basa únicamente en la transmisión de conocimiento. Cantidad y cantidad de conocimiento e información que el alumno “tiene que aprender”. Si, entrecomillo “tiene que aprender” porque los adultos sabemos que no se aprende realmente, únicamente se memoriza, para así poder pasar un proceso de exámenes que no tienen un fin de aprendizaje real y significativo, sino con un fin con base en el miedo, pues si no lo pasas, no eres “inteligente”.

Por lo tanto, actuar inteligentemente en la escuela es prácticamente imposible. Al sistema no le interesan personas creativas, personas inteligentes, con inquietudes, críticos. Al sistema le interesa únicamente personas pasivas que sean capaces de reproducir un sistema vago y pasivo, siendo meros espectadores de un proceso educativo que no educa, sino que adoctrina.

Para que un niño pueda comprender, necesita que respeten sus ritmos de aprendizaje, necesita ver la verdad de las cosas por él mismo, y para todo eso, necesita tiempo. Tiempo para observar, para analizar, para incorporar y para actuar. Ésta, es una de las características que más me ha fascinado del método Montessori. Porque creo que una de las maneras de obtener resultados diferentes para una mejor sociedad es comenzando por respetar los ritmos individuales y personales que cada uno de nosotros tenemos como seres humanos.

Necesitamos por lo tanto escuelas que, en primer lugar, despierten la inteligencia, y que usen el conocimiento para llevar una vida diaria de excelencia.

 

-Pedro Valenzuela

Foto: Sharon Maccutcheon